A los trabajadores y las trabajadoras al cuidado de la salud del pueblo argentino
Vida: esta palabra está en el centro de nuestras reflexiones y prácticas. Quizá como nunca antes en la historia, las grandes palabras de los lenguajes histórico-políticos –soberanía, libertad, igualdad, solidaridad, justicia social– están atravesadas por el problema de la vida. La vida se ha convertido cada vez más en objeto y sujeto de la política. Por eso necesitamos nuestro mayor compromiso teórico y práctico para poder sostener formas de preservación y cuidado de la vida y, al mismo tiempo, luchar por el derecho a una vida justa. Esto requiere lo que venimos llamando “nuevas formas de imaginación democrática”. Porque hay pandemia, y es por eso que la vida en su sentido elemental, la sobrevida, está en peligro. Pero, además, porque en un futuro que deseamos no lejano volveremos a vivir, en el sentido humano, político y social, con el propósito de construcción de la vida en su más alta calidad, rumbo al horizonte de una vida justa.
De pronunciamientos como “una vida que se pierde no se recupera, la economía antes o después se levanta”, pasaron tres meses. Una frase así no puede decirse sin que resuene un eco de la Carta abierta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh. Ahí también están las relaciones íntimas entre las vidas y las economías, entre las vidas y sus cuidados, entre las vidas y sus negaciones y silenciamientos. Ese texto aurático, literario y político, conlleva una ética del cuidado de la vida, que es la “misma” que de algún modo recupera la frase del presidente Fernández. Supimos escucharla en su anticipación promisoria y la acompañamos. Lleva implícita una lectura histórica. El gobierno ha sostenido que la preservación de la vida está en el centro de una dignidad incomparable con la de ningún otro valor. Es el bien común sobre el que se sostiene el mundo social, el derecho, la política y aun la propia economía. Irrefutable en un país como este que lleva en su memoria los crímenes de Estado que se consumaron en nombre de una lógica económica y de oscuras prácticas de terror.
Crítica: antiguo estado de reflexión que pertenece a la misma constitución de lo humano. En su origen griego, la palabra remite a “análisis” y es lo que garantiza que cualquier situación se mueva de un emplazamiento que parecía seguro, para encontrar la voz distinta de la necesaria alternativa. Hay una ilusión comprensible y es que todo hecho parece universal y fijado para siempre, una decisión política, una obra de arte o un concepto filosófico. Solo la crítica, que no puede ser cualquiera sino la que se haya preparado para alcanzar la misma envergadura de lo que critica, puede establecer las coordenadas que se abren en distintas direcciones, que son la segunda voz que establece el dilema esencial. De este modo, todo hecho está fijado gracias al modo en que se ofrece él mismo al análisis que lo reconstituye y le da vida, lo que definimos como el acto de conocimiento crítico por excelencia. Por eso hay una disyuntiva. O bien, toda decisión, obra y pensamiento, puede ser considerada como la reunión de todas las posibilidades de su realización y su figura alcanzada ya es la definitiva y consagrada o siempre, en toda historia, las contingencias existenciales, las experiencias rememoradas de episodios semejantes ya ocurridos, o secuencias perdidas en los tiempos de episodios semejantes que hay que exhumar de la memoria obligan a recurrir a la que constituye una de las formas esenciales de la dialéctica: precisamente, la crítica.
En esta época turbada y riesgosa reaparece este debate. Porque frente a los peligros que se ciernen por las características asumidas por una red de sentido aglutinante -comunicacional y financiera en términos de oligopolio-, una medida gubernamental totalmente necesaria y esperada como el control de los precios de un servicio obviamente declarado esencial, las telecomunicaciones, es vista como un acto de salvajismo por el capitalismo digital. Es evidente que estamos ante una situación nueva: la inversión semántica de la interpretación de los hechos interpela al Estado. Se impone entonces en este punto hablar también del Estado. Si la libertad es acusar al Estado de tomar medidas necesarias para el cuidado de la vida, el trueque de significaciones consiste en decir que el Estado con sus cuidados ejerce una coerción, como si esas medidas de protección de la vida fueran una amenaza a la libertad. Es de grave significación este trastocamiento de los signos bajo los cuales se deben interpretar las medidas de un gobierno y el significado de los valores fundantes de la vida en común: la igualdad, la libertad, la fraternidad, la solidaridad, la producción de las condiciones materiales de la vida. Las neoderechas se erigen en maquinarias que ponen cabeza para abajo antiguas palabras, o de otra manera, ponen patas para arriba las condiciones aceptadas por la modernidad para integrar vocablos como “libertarismo” y “solidaridad”. Porque las mejores filosofías de la modernidad, esas que consiguieron dar consistencia semántica a la idea de derechos, garantías y de libertades individuales nunca hubiesen podido prever que en el futuro -nuestro presente- apenas el 1 por ciento de los habitantes del mundo acumularía el 50 por ciento de la riqueza. ¿Podrían hoy los Estados nacionales permanecer indiferentes a la tensión irresoluble entre una democracia que en el mejor de los casos redistribuye y un capitalismo hipertrofiado que cada vez desiguala más? Pero las medidas estatales de protección dan una oportunidad inesperada a una minoría obcecada y quizás ingenuamente siniestra, para ejercer una retórica a contrapelo. Los neofascismos se presentan ahora como luchadores contra la arbitrariedad estatal. No es posible pasar por alto la importancia que adquiere esta manipulación grosera del lenguaje. No se puede decir que estos son hechos insignificantes. Desmerecer como episódicos y minúsculos estos hechos que equivalen a introducir un embrollo babélico de los significados esenciales del vocabulario social, solo podría ser válido para quienes ignoran el peso de las simbologías implícitas sobre la vida y la muerte que recorren en estos momentos todas las sociedades contemporáneas.
Si pretendemos vivir en un Estado de derecho no queda otra alternativa más que reconocer en esa institución compleja, el Estado, el espacio colectivo de representación legítima de los diversos plexos ideológicos de la comunidad, y en sus procedimientos los modos de resolver esos conflictos. Oponerse a cada iniciativa produciendo un estruendo mediático que ahoga el debate es una evidente forma de deslegitimación de una expresión central de la soberanía popular en nuestros gobiernos representativos. Sobran botones: Vicentin, reforma judicial, declaración del interés público de los servicios de comunicación, los más destacados. En todos estos casos el debate, necesario y legítimo, quedó sepultado bajo el monolingüismo consignista de un falso republicanismo, como si los que ganaron la elección hace menos de un año fueran usurpadores y los que perdieron, usurpados. La desestabilización política se viste de reivindicación de quienes siempre se han creído los dueños de la patria.
Momentos de peligro
En el contexto del Cono Sur, Paraguay se convirtió en paradigma de los golpes institucionales de la derecha. El golpe paraguayo ha sido señalado como el modelo seguido por esos sectores de derecha neoliberal corrupta brasileña, empecinada en bajar del poder a un gobierno democráticamente electo por la vía de la malversación de ese mecanismo constitucional que se llama juicio político. El llamado “golpe a la paraguaia”, como lo nombró la misma presidenta del Brasil, Dilma Rousseff, es parte de una familia de operaciones políticas. Una familia que configura toda una genealogía para los gobiernos de izquierdas en América latina. El de Paraguay fue el segundo de los mal llamados “golpes blandos” que tuvieron éxito desde el inicio de este siglo. Honduras, Paraguay y Brasil fueron los primeros golpes exitosos. Luego llegó la aberración mayor: Bolivia. “Exitosos” porque antes ya había habido otros no exitosos: en Venezuela en 2002 y en Bolivia en 2008, así como hubo después en Ecuador en 2010. En la Argentina, el caso Nisman, y antes el clima que se generó alrededor de la 125, dieron lugar a amenazas que no llegaron a concretarse, hasta que en 2015 se produjo el cambio de gobierno en dirección de derecha por vía electoral. Detrás de ese entramado existe una derecha en estado de movimiento, articulación y golpe. Una derecha que se posiciona en contra de su pérdida de privilegios, que ve como amenaza la más mínima redistribución de la riqueza y que desea plena liberalidad para sus negocios sin las irritaciones que conlleva el aumento de derechos para las grandes mayorías latinoamericanas.
El ex presidente Duhalde apeló a un golpismo explícito. Esa gestualidad apunta a crear realidad, sobre todo porque no se trató de una voz aislada. Sanz le hizo de contrapunto. Y Clarín. Y Morales Solá en La Nación escribió: “Los golpes de Estado son parte del pasado, no del futuro ni del presente del país. Pero el peronismo habita en el pasado siempre que está en el poder”. En esa frasecita no se cifra ninguna voluntad democrática. El silogismo que expresa Morales Solá se puede reponer así: si los golpes de Estado pertenecen al pasado y el peronismo está ubicado en el pasado cuando es gobierno, entonces, el peronismo crea las condiciones para que pueda avenir un golpe. En el republicanismo banal de los editorialistas domingueros el peronismo en el poder reinstala el fantasma del golpe como única alternativa a sus abusos autocráticos: estatistas, clientelares, caudillistas, plebiscitarios, todas declinaciones del autoritarismo plebeyo que le asignan. Se sigue de estas premisas remanidas que, en una sociedad moderna, sin peronismo, no habría necesidad de golpe alguno; el peronismo invoca el golpe porque se lo priva de todo contenido democrático. Pero en la Argentina desde el 6 de setiembre de 1930 los golpes de Estado los da la derecha por más que sus formas retóricas digan otra cosa.
El ex senador y presidente provisional, al que recordamos por aportes a la República como la distribución regresiva del ingreso que significó la “pesificación asimétrica” y la brutal represión del 26 de junio de 2002 que se cobró la vida de dos militantes piqueteros a manos de la policía bonaerense, no caracterizó su delirio golpista, sin embargo, con los parámetros de los golpes militares que asolaron al país durante la mitad del siglo pasado. En su relato no eran los militares los que tomaban el poder en defensa de la patria y el ser nacional contra gobiernos populares. Para Duhalde el golpe sería consecuencia de la deslegitimación del poder democrático por el hartazgo de “la gente” ante los efectos económicos de la política sanitaria del gobierno. Su prognosis es perfectamente compatible con el afán destituyente de la derecha rabiosa: el golpe será consecuencia del caos generado por la cuarentena, la pandemia habrá licuado toda responsabilidad del macrismo en la desoladora situación social que el gobierno enfrenta con el valor de cuidar la vida como eje central. Esta operación desestabilizadora se complementó en los últimos días con el intento de boicotear las sesiones de Diputados, pretendiendo administrar el protocolo de las sesiones remotas según la conveniencia de los temas a tratar, desconociendo los procedimientos legislativos para el tratamiento de los proyectos que establece la Constitución. Otro ejemplo palmario de la paradoja de agredir al Estado de derecho defendiendo la República a los gritos por TN. En esa gestualidad se sintetiza la voluntad de paralizar el Congreso, que en otras latitudes latinoamericanas fue el lugar institucional clave para el empeachment a Dilma Rousseff y el golpe parlamentario a Fernando Lugo.
Son preocupantes los discursos y manifestaciones de odio como las que hemos visto en estos días, aunque no son nuevas en la Argentina, ni en la región, ni en el mundo. Y la forma política del odio es el fascismo. Sus emergentes más destacados son Trump, Bolsonaro, Añez. Sus retóricas están vertebradas por una exacerbación de expresiones racistas, xenófobas y de clase, tal como las muestran, ahora sin maquillaje, los últimos acontecimientos de violencia en los EE.UU. Esos emergentes tampoco están ausentes en la política argentina y constituyen en nosotros una señal de peligro. A nivel mundial asistimos desde hace un tiempo al resurgir de movimientos de extrema derecha cuyas expresiones manifiestan un entrelazamiento entre neoliberalismo y nuevas formas del fascismo. Se trata de un fascismo de nuevo tipo, que a diferencia del de los años 30 no apela a una idea de nación ni a la “misión” de un pueblo. No apuntan tampoco a un mayor intervencionismo estatal. Su dominación se pretende transnacional, sus excedentes, digitales y ubicados en cuevas fiscales, sus operaciones, criminales, y sus bases de sustentabilidad, odiantes de la otredad. Esa otredad, en Bolivia se sintetiza en la cara del ex presidente Morales, en la Argentina o en Brasil en significantes como “kirchnerismo” o “petismo”, en la Europa mediterránea, en lxs clandestinxs. Lo que hoy se manifiesta es una tentativa de convergencia entre fuerzas empresariales, mafiosas, neoliberales y fascistas como lo vemos en las expresiones que llaman “libertarias” o que apelan a una idea autoritaria de libertad. En los mecanismos retóricos de la derecha, la negación del otro es una figura central y su uso discursivo de la libertad porta inmanentemente un signo nihilista, un inocultable goce con la muerte. Aquí también observamos un desborde de las formas más consensualistas de la política. Sin dudas, el diálogo es una dimensión constitutiva de toda sociedad democrática y pluralista. Pero la experiencia histórica de las luchas contra los fascismos, totalitarismos y dictaduras de mercado o de las Fuerzas Armadas, muestra los límites de tolerancia que debe darse toda comunidad democrática, que son, justamente, los que violentan el reconocimiento de sus integrantes como sujetos libres e iguales. Resta pensar qué hay de nuestras formas políticas, sociales, culturales y económicas que generan las condiciones para que los discursos de odio emerjan sin ningún tipo de mediación política. Consideramos los afectos como constitutivos de la política, no abjuramos de ellos. De lo que se trata, en todo caso, es de transformar esas pasiones antipolíticas, fomentadas por las derechas vernáculas, en formas de expresión democráticas. Denunciar el racismo, el sexismo y el clasismo, entre otras formas de reproducción del agravio y la desigualdad, no es invadir la libertad y/o la propiedad de los otros, como postula la vocinglería libertaria, sino garantizar la nuestra como sujetos de una comunidad política democrática, es decir, una comunidad que emerge de la igualdad entre seres hablantes y deseantes.
Para que las partículas golpistas suspendidas en el aire nacional no encuentren un correlato en la acción política tal vez sea preciso empezar a preparar una gran manifestación de calle con sindicatos, organismos de derechos humanos, movimientos sociales, intelectuales, partidos (los que está en el Frente de Todxs y los que no están). Una gran manifestación con todas las organizaciones populares, pronta para salir a la calle en caso de peligro, para expresar enfáticamente frente a una amenaza de golpe: nunca más.
Los dueños de la tierra
En las últimas semanas hubo varios hechos de trascendencia para la vida pública que merecen una consideración exigente. El primero es la renegociación de la exorbitante deuda con acreedores privados que ha dejado el gobierno de Mauricio Macri. Durante su gestión se ha endeudado al país como nunca antes en la historia. Con el objetivo espurio de sostener la “gobernabilidad” se ha mantenido un modelo que lejos de fomentar un esquema de inversiones productivas y desarrollo económico ha generado un sistema mafioso de saqueo de los bienes públicos y de fuga de capitales. Resulta imprescindible conformar una amplia comisión de investigación menos técnica que política sobre la deuda. Su objetivo debería ser descubrir quiénes fugaron, dónde fueron ubicados esos excedentes y, sobre todo, elaborar algunas hipótesis acerca del destino político que se dará a esos capitales que la clase trabajadora argentina pagará con su esfuerzo vitalista. Porque es verdad que debemos crecer con otra lógica. Es indispensable entonces una investigación que además de señalar responsabilidades se convierta en un instrumento relevante para declarar un nunca más a los ciclos de endeudamiento que someten el Estado a las lógicas del capital financiero internacional y suspenden su capacidad de decisión autónoma en materia de políticas económicas. La renegociación pendiente de la deuda con el FMI podría constituir un importante paso hacia adelante en relación a la construcción de una Argentina más equitativa. Lo que se abre una vez despejado el problema de la deuda a corto plazo es una importante discusión acerca de la “nueva normalidad”, que es más bien una discusión acerca del por venir. Pues se trata de abrir la fisura de un “tiempo nuevo” en el que situar la chispa de una interrogación popular acerca de cómo restituir recursos políticos, económicos, simbólicos y culturales a las grandes mayorías. Es necesario (inevitable) que los movimientos sociales y la clase trabajadora organizada traben una ligazón con vistas a recrear una gran forma pedagógica dentro del Estado. Y esa nueva temporalidad reclamará también un nuevo lenguaje que parta de la pregunta por la distribución igualitaria de recursos y por el reconocimiento de la dignidad irrenunciable de cada persona.
Sin embargo, esa lógica económica devastadora aún persiste. La vemos en las nuevas formas de extracción de renta financiera que es indisociable de otras formas de extracción: de cuerpos, de afectos, de conocimientos, de fuerza de trabajo, de bienes comunes. La vemos en la planificación de incendios que se despliegan por el territorio nacional en busca de la expansión de la frontera agrícola o de emprendimientos inmobiliarios. La vemos en las luchas por la ocupación de tierras que van desde aquellas de origen más antiguo que llevan adelante desde la conquista los pueblos indígenas hasta las más recientes que involucran a los sectores excluidos de las diversas formas justas del habitar. Todos estos casos sin dudas son situaciones diferentes y complejas y ameritan una reflexión específica que esté a la altura de lo que el problema demanda. Pero eso no implica dejar de reconocer que su heterogeneidad manifiesta un punto de condensación histórica: la cuestión de la propiedad y su relación con la comunidad democrática y el Estado de derecho. Desde luego esto supone una discusión sobre el modo de producción y distribución de la renta. Cada vez que desde el Estado se ha intentado interrumpir esta lógica económica vemos la contraofensiva de ciertos sectores ante el temor a perder privilegios. La literatura los ha nombrado: Los dueños de la tierra.
Son los que insisten en la humillación de la vida popular. Y esa humillación, en ocasiones, se convierte en desaparición. Trauma que vuelve en estos días con un nombre que denuncia la violencia: Facundo Astudillo Castro. Ese nombre, y todos los nombres desaparecidos por la violencia institucional, están asediados por las formas de una intolerable prepotencia de la política, por el silencio y la complicidad de la (in)justicia. La insistencia de la derecha encierra también una vibración cuyo impulso recóndito está en el comienzo de la historia nacional, continental y, antes, colonial.
Fantasmas que lejos de conjurarse se hacen presentes una y otra vez cuando las derechas ponen en movimiento políticas y retóricas destructivas, de devastación material, cultural y simbólica o cuando se movilizan agitando de nuevo las brumas espesas de un clima destituyente que busca desestabilizar al actual gobierno. Esos fantasmas emergieron alrededor del Obelisco, en las declaraciones de Sanz y de Duhalde. Aun en su condición de empobrecido, saqueado durante los años macristas, el Estado dispuso de un enorme esfuerzo en salud, de instrumentos de asistencia social a trabajadores formales e informales y a empresas. A esta altura es sin embargo evidente que sobre el Estado se busca imponer un límite. En la gigantesca presión de los poderes económicos, reconocemos un límite externo global, en la dificultad de sofocarla, una limitación interna, nuestra. La producción y circulación de mercancías ha crecido sobre un conjunto de flexibilizaciones y aperturas, con las que crecieron también contagios y muertes. De persistir el nivel de contagios Argentina toda podría llegar a fin de año descalabrada en su sistema sanitario y en su modo de vida en común. Sería un escenario trágico.
Destellos de igualdad
El gobierno ha planteado una serie de medidas importantes que otorgan un horizonte positivo en términos de democratización. Entre ellas, la reforma judicial, que cumple con el contrato político anunciado en la campaña, y cuyo pliego ya ha sido enviado al Congreso. La progresiva deslegitimación del sistema de justicia, puesta de manifiesto en los últimos años, ha sido abordado por el gobierno al poner un cerco legal a la actuación de los servicios de inteligencia en causas penales, herederos de prácticas violatorias de los derechos humanos y de garantías fundamentales de los ciudadanos, sumados a engranajes esenciales de una red criminal de espionaje puesta al servicio de la corrupción, a través de negocios propios y al servicio de un aparato de lawfare montado para la persecución y la proscripción política que atenta contra la democracia.
Acompañamos el inicio de un camino de reforma legislativa hacia el saneamiento de los procesos judiciales mediante la implementación plena de un sistema acusatorio, correctivo del paradigma del juez privado de imparcialidad al concentrar en sí las facultades de direccionamiento de la investigación y la potestad de sentenciar. A través de ello se suman los beneficios de la oralidad, la transparencia y el rol de fiscales especializados investigando en equipo, herramientas orientadas a neutralizar la manipulación y la cooptación de voluntades. No admite más demora la designación de un Procurador General de la Nación por la vía parlamentaria, según lo exige la ley y lo demanda la credibilidad de las instituciones.
El diseño de esos cambios debe resultar eficaz para revertir la concentración del poder ejercido por vínculos internos verticalizados en manos de altos magistrados, que operan como aval de la utilización abusiva de mecanismos procesales como la prisión preventiva, los peritajes a la carta y la manipulación de la figura del arrepentido. A ello se suma el ostentoso vínculo de jueces y fiscales federales con agencias extranjeras y poderes fácticos, deletéreos de un estado de derecho y de la propia soberanía. El desafío no es menor cuando el sistema judicial permanece aferrado a una concepción endógena, burocrática y patriarcal donde prima una justicia de clase que acuerda un trato desigual y profundiza las asimetrías. La indolencia y la ausencia de toda respuesta jurídica, civil y penal, ante hechos notorios y públicos de vaciamiento y fraude, como se ha visto en el caso Vicentin, muestra cuan corrosivos son los malos ejemplos de jueces encumbrados que brindan amparo a esos lamentables desempeños, en vez de velar por el respeto a las leyes y la protección de las víctimas. En contraste, prevalece la legitimación jurídica de la violencia contra los sectores vulnerables de la sociedad y los grupos históricamente postergados en el reconocimiento de sus derechos, ante quienes se esgrime la sumisión a un poder amenazante.
No se puede desconocer la importancia de una reforma judicial que, aún sin pretender en modo alguno modificar las situaciones planteadas en el pasado, apunta, a futuro, a quebrar esas redes y vínculos espurios que llevaron a la actual degradación del sistema de justicia. El poder judicial no puede ser ajeno a las esperadas políticas legislativas que hagan de todo ciudadano un partícipe igualitario del derecho, para que a nadie se le niegue el auxilio, la dignidad humana y se considere en cada caso la mayor debilidad de los sectores sociales desguarnecidos.
Valgan los temas que venimos mencionando como ejercicios en los que el Estado intenta garantizar, como le corresponde, los niveles democráticos de igualdad, en la atención de cada ciudadano según sus necesidades. Porque aquellos que con banderazos apelan a la libertad como “grito sagrado” de nuestro Himno nacional, deberían recordar que el “ved en trono a la noble igualdad” refuerza firmemente la idea democrática de la igualdad como medida justa de distribución de la libertad reclamada por los pueblos. La posibilidad de sancionar un impuesto a las grandes riquezas se enmarca en esas prácticas; el establecimiento de una renta ciudadana universal, de por sí más complejo, también lo pretendería. El gobierno ha anunciado ambas medidas de manera relativamente ambigua y aún no ha terminado de avanzar. Ya hay varios países en el mundo que han comenzado a implementar políticas similares. Sin dudas, la posibilidad de establecer estas dos medidas constituiría un acontecimiento de enorme trascendencia. Más aún, como el gobierno parece estar elaborando, si se logra una intervención integral en las reformas judicial, tributaria y fiscal, podría llegar a convertirse en una de las acciones más importantes de toda la historia de la nación, pues tocaría el verdadero nervio de la injusta estructura social latinoamericana y argentina: la desigualdad.
Del problema de la igualdad y la desigualdad se deriva toda una filosofía política. La pandemia ha mostrado de la manera más cruda la igualdad radical de la condición humana: nuestra fragilidad y temor ante la muerte, pero también las desigualdades en el acceso a los bienes públicos y sociales. Queremos celebrar el reciente anuncio que establece las telefonía celular y fija, los servicios de Internet y la televisión como servicios públicos esenciales porque es un paso hacia la concepción de la comunicación como un derecho humano. Algo que supimos comenzar a construir durante los años kirchneristas y ha quedado trunco con el acenso de Macri al gobierno. De hecho, los dos primeros actos de gobierno de Macri fueron la prisión de Milagro Sala -una presa política, que nos obliga a retornar sobre lo no resuelto- y la intervención de la AFSCA. En este sentido, debemos encontrar nuevas formas de reabrir este gran problema.
La virtualización de la educación no solo presenta serios límites en términos pedagógicos, sino que además aumenta o fortalece las asimetrías existentes. La peor cara se revela en los barrios populares y vulnerados, en donde las infancias carecen de la conectividad necesaria para afrontar el desafío de la alfabetización mediada por tecnologías. Es alarmante la decisión del jefe de Gobierno de la Ciudad, Rodríguez Larreta, de abrir las escuelas en el medio del foco pandémico para que lxs pibes de sectores sociales vulnerados acudan a la escuela. La “solución” cambiemita consiste en volver a poner una vez más las vidas de las clases trabajadoras a la intemperie. Y crea estigmatización social para sectores sociales históricamente postergados por razones étnicas, socioeconómicas, diversidad sexual y, en lo específico, razones de edad. Algo similar ocurre con el arte y la cultura. Sus trabajadores y trabajadoras vienen manifestando desde el inicio de la pandemia la necesidad de encontrar formas que garanticen la sostenibilidad de sus vidas frente a la dificultad para llevar adelante sus trabajos. Se trata de actividades también importantes y esenciales porque sin salud no hay vida pero sin cultura no hay vida digna de ser vivida ni pueblo con futuro.
Hablar del futuro, del Estado, de la política del por venir en un futuro pospandémico, frente a un panorama opositor de fórmulas de derechas que quieren identificarse como “centro derecha” (pero cuyo abandono de cualquier posición centrista se visibiliza en la rodilla del policía estadounidense que agobia a George Floyd), debe ser un ejercicio de esperanza al que debemos convocar a todos, fortaleciendo la unidad y organización del campo popular. Debemos ayudar a reponer los valores comunitarios para recuperarnos de la prédica antipolítica de la derecha, que nunca conseguirá inscribir el bien colectivo en el objetivo del poder político, diferenciándolo de la promoción individual y el enriquecimiento, en formas domésticas y mafiosas del poder individual. Es el momento de abrir un espacio de diálogo intenso al interior de todas las fuerzas del Frente de Todxs, con todas aquellas que manifiestan vocación democrática. La imaginación democrática, nuestro horizonte y nuestro desafío, puede ayudarnos a vislumbrar una salida que no sea la barbarie y la mercantilización del mundo. Puede acompañarnos en esta vigilia constructiva para imaginar lo imprevisible de lo común. Algunas de las formas radicales de la vida colectiva deben ser la igualdad, el respeto de los derechos humanos y de la naturaleza, el cuidado de la vida y la biodiversidad. Lo merece el porvenir, lo merece este impulso largo de elevación en la calidad venidera de la vida. Lo merece la vocación por la construcción de un espacio simbólico de pertenencia que no es meramente el suelo, sino la casa común y hospitalaria de lxs trabajadorxs, migrantes, nativos, ese hogar comunitario y democrático del que no quisiéramos nunca más desarraigarnos mientras se resista en la promesa.
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