Coronavirus: antipolítica y necesidad del Estado

La pobreza, la precariedad, incluso una grave insuficiencia alimentaria constituían, entre otros, los problemas sociales apremiantes que el gobierno de Alberto Fernández se proponía enfrentar con urgencia cuando asumió. Pero apenas transcurridos los tres primeros meses de su gobierno, el ritmo más o menos previsible de los acontecimientos políticos estalló por completo por la inesperada e inimaginable pandemia de un coronavirus desconocido (Covid-19) que tiene en vilo al mundo. La reacción de las autoridades de nuestro país ante tamaña amenaza, muestra el giro político fundamental del nuevo gobierno con respecto a la política llevada por Cambiemos durante los últimos cuatro años, pues priorizó sin vacilaciones la atención y prevención de la salud de la población, a costa de la recuperación del crecimiento económico. Ese giro contrasta también con los demás gobiernos de la región, sumidos en un neoliberalismo que va de las extravagancias del presidente de Brasil a la más prolija expresión del sucesor del Frente Amplio en Uruguay.

La amplia aceptación de las medidas tomadas por el gobierno y el masivo acatamiento al aislamiento social obligatorio dispuesto tempranamente se comprenden tanto por la autoridad y capacidad decisoria debidamente fundada, demostrada por el Poder Ejecutivo, los consensos logrados por el Presidente con los gobiernos de CABA y de provincias, más allá de las pertenencias políticas, y el temor que generan las alarmantes noticias sobre la capacidad de contagio del virus, llegada de los países más afectados. La imagen positiva del Presidente subió importantemente, según indican las encuestas e informan los medios. Y la oposición política, representada por el PRO-Cambiemos, se mantuvo hasta hace poco en prudente silencio, no obstante lo cual la “opción por la salud” no dejó de señalarse como un “riesgo para la economía”.

Esto dispara una pregunta: la continuidad de todas las actividades económicas y la continuidad del contacto social, que hubiera dado lugar al crecimiento veloz de los contagios, la saturación de los servicios de salud y una mayor letalidad, como ocurre en otras regiones, ¿favorecerían a la economía, así en general? Presumiblemente no, si se entiende a la economía como un campo de prácticas por las que se satisfacen necesidades humanas, aunque en el corto plazo, las grandes firmas y los bancos no verían en riesgo o menguadas sus ganancias.

Pero aunque la pandemia nos encuentra con una orientación de la política pública que invierte la ecuación Estado-mercado y pone todo lo disponible por un Estado devastado por el mercado a priorizar la vida, la ideología neoliberal (y el proyecto político respaldado en ella) pervive en la sociedad y domina la (in)comprensión del mundo de una parte de ella. Armada de una cierta supuesta lógica que sería propia de la “naturaleza económica”, y de una idea de libertad tras la que se oculta la espesa trama de regulaciones, estatutos, etc. que permite que organizaciones poderosas como bancos, fondos de inversión, el FMI, la bolsa de NY, la banca offshore y hasta los paraísos fiscales, pongan en vilo la economía real de los países. Reglas, estatutos, tribunales internacionales, que resguardan la especulación financiera en nombre de la libertad. Una libertad que no les impide sacarlas a relucir cuando se trata de cobrar a Estados endeudados por políticos neoliberales, a costa de las necesidades más básicas de la gente. Ahí está el FMI apelando a sus estatutos para negar quitas a las deudas contraídas por gobiernos irresponsables, con su propia complacencia.

Esa deshilachada idea de libertad se naturalizó y coptó la vida social en la era ya larga de capitalismo neoliberal, hasta hacer creíble que el Estado, las instituciones sociales y hasta los mínimos consumos de bienestar de los hogares serían responsables y culpables de las crisis locales, que nunca se viera que afecten las ganancias y los consumos suntuarios de quienes insisten en que “gastamos más de lo que tenemos”, en referencia a los hogares y al Estado, equiparándolos. Ese fue un caballito de batalla de los equipos del gobierno del PRO-Cambiemos en nuestro país.

Asimilar la economía de los hogares con el funcionamiento del Estado y con la política económica y social, es un absurdo teórico, pero a pesar de eso lo repiten hasta el cansancio comunicadores de todos los espacios y, peor aún, los economistas que se precian de portar prestigio. Es un absurdo teórico, entre otras cosas, porque desde el Estado se prestan servicios para la vida en común (públicos), pero también para el capital (productivas); y porque la política económica supone decisiones que favorecen (o desfavorecen) a sectores sociales y económicos cuyos intereses no son comunes y, generalmente, colisionan. Reducir la política económica a una libreta (lo mismo da que sea un Excel) de ingresos y gastos (tan propio del gobierno anterior) es un absurdo teórico, pero tiene la ventaja de la extrema simplicidad, igual que dividir a la población entre “sector privado” y “público” y concluir de allí que el primero es el único productivo y el único que genera ingresos al Estado. Nuevamente, es ignorar que el primero puede producir porque existen servicios públicos y para el capital, sin los cuales no habría inversión ni producción posibles.

Esa extrema simplificación del Estado y sus políticas, como el menoscabo de la idea de libertad, son parte de la lente deformante de la ideología neoliberal. Una ideología antisocial precisamente porque es a-social. Es decir, porque desconoce a la sociedad como la trama de lazos a la que pertenecemos y en la que permanecemos amalgamados, reconociéndonos como congéneres, pero también como parte de conjuntos sociales con intereses en conflicto que, a su vez, nos dividen. Conjuntos humanos, que existen en y por su Estado, no entes autónomos que viven por sí y para sí en un mundo sin reglas. La economía y la política neoliberal pueden ser tan destructivas de la vida social porque desconocen esta noción tan básica de que la sociedad es una entidad política: un Estado, una nación, un país, un ámbito de pertenencia.

Esa limitación fundamental de un pensamiento tan rudimentario se impone, sin embargo, en la idea vulgar de que el Estado “gasta” lo que los “privados” producen, para mantener el orden y para “ayudar” a la gente que necesita. Más allá de eso, sería mantener empleados indolentes y políticos corruptos, produciendo gastos innecesarios y abusivos.

En medio del aislamiento social obligatorio para limitar los contagios por coronavirus, reaparece en la escena pública una expresión que hace de la antipolítica su estrategia política, explotando esa tosca despolitización de la cultura neoliberal, encarnada en un sector significativo de la sociedad argentina.

Desde que el gobierno dispuso la extensión del aislamiento se suceden dos momentos de algarabía de los vecinos de la ciudad: una ola de aplausos ocurre a las 21 horas y se dirige a quienes arriesgan sus vidas en los servicios de salud; en términos generales, alienta a estos servidores y expresa apoyo a las medidas de prevención y cuidado.

El segundo momento es reciente, ocurre desde que se extendió el aislamiento y desde que aquella contraposición salud-economía empezó a expresarse y a presentarse más enfáticamente como el “peligro” de la recesión. Desde entonces, a las 21.30, en algunas zonas se produce un batir de cacerolas en adhesión a la exigencia de “que los políticos se bajen los sueldos”, demanda que comenzó a circular a través de las redes sociales.

Aunque parece lejano en el tiempo, casi al unísono en que se declaraba la pandemia se realizaba un llamado “paro del campo” (el lockout de los grandes exportadores de soja por el aumento de 3 puntos en las retenciones respectivas). La ampliación del impuesto se criticaba como un ataque a “quienes generan dólares que se necesitan para crecer”, ante lo cual las autoridades explicaban que los recursos obtenidos por esa diferencia “no se los quedaba el Estado”, sino que serían redistribuidos entre los demás productores agrarios. En este momento circula, además, un llamado sin firmas a la “rebelión fiscal” (“ahora o nunca”, dice el libelo).

La crítica al impuesto repone lo más elemental de la aparentemente perimida teoría del derrame, según la cual las ganancias extraordinarias se vuelcan naturalmente al resto de la sociedad y expresa esa visión que deslegitima el papel del Estado (desconoce a la sociedad). Y omite lo que el Covid-19 vino a poner en las narices de sus detractores, aunque sigan ciegos. Esto es, que las inversiones públicas aseguran la reproducción social. Para este caso, servicios de salud, asistenciales y de investigación científica son el reaseguro para hacer frente a contingencias sociales extraordinarias. Ni la contención de la enfermedad, ni la atención de los infectados, menos la detección de los casos, pueden ser encarados por sistemas privados fragmentados, sino que corren a cargo de los servicios públicos y dependen de su fortaleza, calidad, cantidad. A ello hay que agregar la repatriación de ciudadanos en el exterior, por las mismas “razones humanitarias” por las que se debe asistencia a quienes se quedan sin sus ingresos. Medidas todas que requieren recursos, ¿o con qué pueden montarse hospitales de urgencia, comprar respiradores y material sanitario o fletar aviones? Se trata de los recursos (impuestos) de los que dispone (“se queda”) y redistribuye el Estado, como servicios públicos, en general o de emergencia, como es el caso. Así como dependen de decisiones políticas para disponer de dónde y cómo se obtienen esos recursos.

Pero la crítica (y la ceguera de quienes ahora vuelven a cacerolear para recortar los gastos de la política) omite también que las inversiones privadas son posibles y rentables por las inversiones públicas. Aunque no lo puedan creer, sin Estado no hay producción capitalista. Más aún, omite que antes, esos recursos ahora necesarios para hacer frente a la pandemia se habían desestimado por una política dirigida a favorecer ganancias extraordinarias de unos pocos grandes capitales que no “derramaron dólares” por su propia voluntad.

El Covid-19 vino a poner en evidencia la “necesidad de Estado”. De políticas sociales, cuya calidad, cantidad y eficacia requieren, entre otras cosas, de inversiones para las que se necesita de esa porción de los recursos generados por la economía con los “que se queda” el Estado y que la crítica vulgar dice que es para los políticos y los empleados públicos “vagos”. Entre estos están investigadores, médicas y médicos, enfermeros y enfermeras, personal de servicios, trabajadoras sociales, bioquímicos y personal técnico, planificadores, choferes de ambulancia, etc., ninguno de los cuales vive en la abundancia, y hoy son “descubiertos” y aplaudidos, como si su trabajo se desenvolviera por fuera de la decisión política de ponerlos a todos al servicio de la salud de la población. Porque tras ese cúmulo de trabajo esforzado, y peligroso en muchos casos, están también quienes toman decisiones de riesgo, planifican, organizan, disponen medidas, se reúnen, compilan datos, consultan, vuelven a tomar decisiones, etc., que tendrán consecuencias y efectos de los que serán responsables. Es decir, de “los políticos” cuyas acciones dependen de la orientación ideológica y de los principios éticos que representan y por los que, mal que bien, deberán rendir cuentas en procesos democráticos.

La antipolítica que se expresa en las redes sociales, en las propuestas oportunistas de la oposición, y en la crítica ramplona de los caceroleros, confunde a las instituciones del Estado y a los agentes que encarnan la política pública, con algo así como una administración de consorcio “al servicio de quienes les pagamos los sueldos”. Pero lo más grave de la antipolítica es el riesgo de autoritarismo y del sálvese quien pueda que ella conlleva. Una ideología que no es patrimonio de los argentinos, sino propia de esa cultura neoliberal global que infiltra y envilece los comportamientos.

* Estela Grassi es profesora titular consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/257893-coronavirus-antipolitica-y-necesidad-del-estado

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